Skip to main content

Emilio Rodrigué - El analista de las Cien Mil horas

Posted in
Versión para impresiónVersión para impresiónEnviar enlaceEnviar enlace

En segundo lugar, Mimi Langer se cruzó en mi vida. Juntos dirigimos el primer grupo terapéutico y pasamos de la coterapia a una amistad que duró hasta la hora de su muerte. Escribimos, con Leon Grinberg, el libro La Psicoterapia de Grupo y fundamos la Sociedad de Psicoterapia de Grupo de la Argentina.

A título de curiosidad, hace poco releí el trabajo sobre el niño autista y me confronté con el dato de que lo analizaba con saco y corbata. Yo era un joven analista formal y convencional, como mandaba el manual de la APA. Mucha agua corrió bajo los puentes del río Paraná.

En tercer lugar, entra otra Langer: Suzanne Langer. Esta historia es tan redonda y bonita que nunca me atreví a contarla. Hoy, no sé por qué, me animo. Allá, por el año 1957, escribía un trabajo sobre simbolismo y, para terminarlo, decidí pasar una semana en una posada, con chimenea en el cuarto y silencio, que, ahora recuerdo, se llamaba Allá en el Sur. En la segunda mañana me topé con un ensayo de Marion Milner que, en una nota al pie conspicua, decía “Si yo hubiese leído Philosophy in a New Key de Suzanne Langer antes de las pruebas de página de este artículo, su contenido sería diferente". Grabé el título y el nombre. Antes del mediodía decidí bajar a la aldea vecina para comprar papel y, en una pequeña librería, con pinta de pulpería, encontré el libro en una edición de bolsillo. Imaginen, Jung explica…Llevé el libro a la posada y me fasciné. Nunca un libro me llegó tanto como ese. Amor a primera vista. Instantáneo. Esa misma noche redacté una carta a la autora. Recuerdo una parte en que decía: “Usted me hizo sentir inteligente”. Sí, una declaración de amor. Acto seguido formulaba mi deseo de ser su discípulo. Seis meses se pasaron sin una respuesta. Nueva carta fogosa. Seis meses pasaron y nada. Silencio total. Una tercera carta más fogosa y, después de un mes, finalmente recibí un billete diciéndome que ella era una investigadora solitaria, con una fobia postal, que no tenía discípulos, pero que, dada mi insistencia elefantina (bueno, no dijo eso, pero se sobreentendía), podía hacer una excepción conmigo. Sugirió que procurase trabajo en la Clínica vecina de Austen Riggs, en Stockbridge, dirigida por Erik Ericsson y David Rappaport y que podría trabajar un día por semana con ella. Dicho y hecho, mandé fotos, currículo y seis meses más tarde me embarcaba con mujer y tres hijos.

Stockbridge resultó ser una aldea coqueta de 1700 habitantes, enclavada en los bosques de New England, a tiro de cañon de Woodstock. Cuna de Lovecraft. Stockbridge tenía la reputación de ser una joya de la arquitectura de New England. Su principal industria, después del turismo, era la clínica de Austen Riggs, una comunidad terapéutica pionera, subvencionada por la Fundación Ford.

La vida irreal en una aldea rica del Primer Mundo, con una cara de tarjeta postal. Las campanas de la iglesia tocaban Happy birthday el día del cumpleaños de tu hijo. Trabajaba poco, 3 o 4 pacientes por día, jugaba tenis en verano, cortaba leña en el otoño y esquiaba en el invierno; no recuerdo qué hacía en la primavera. Una óptima biblioteca, seminarios y reuniones clínicas de alto nivel. Era un "viva la Pepa", un oasis sabático de cuatro años en el país de Mark Twain.

Ericsson y Rappaport, dos figuras marcantes y caracterológicamente opuestas. Ericsson, ya que se trata de un cuento de hadas, diría que Ericsson se parece a un Papá Noel jovial y mofletudo. Rappaport era un gurú húngaro de la Psicología del Yo. Un terror. Los gnomos de la región cuentan que había leído La interpretación de los Sueños 64 veces. A él le debo una lectura talmúdica del capítulo siete.

Todos los jueves salía de mañana para mi encuentro con Suzanne Langer. Ella era una mujer flaca, de más de 70 años, con increíbles ojos azules de pájaro. Vivía en una casa de madera en el medio del bosque y no tenía teléfono, radio ni televisión, tocando (mal) su violonchelo en los momentos de ocio. Trabajaba, consultando sus fichas, 16 horas diarias, escribiendo 2 o 3 bellísimas páginas por día. Creo que Langer le mataba el punto a Rappaport.

Ella me enseñó Cassirer, lógica simbólica y me introdujo a Hegel, sin mucho suceso. Para ella el Yo era una ilusión, un juego de espejos. Pienso que le hubiera gustado Lacan. Fueron 4 años en los cuales me constituí en un fiel y dedicado oído. Como el Tipota de Rajnesh, yo fui su único discípulo de carne y hueso. Me despedí de ella con la triste certeza de que nunca más la vería.

Estar adentro de una comunidad terapéutica fue otra experiencia única, donde uno pierde el delantal blanco y se ve llevado a reformular la postura y el rol del médico. La comunidad terapéutica es el foro ideal para re-pensar la ciudadanía, el valor del trabajo y la ideología del castigo.

Como tenía práctica en grupos, me nombraron director del programa. Eso significaba que la mitad de mi carga horaria la podía dedicar a estudiar la comunidad y libre acceso a todos los archivos. Todo esto redundó en un libro: La biografía de una comunidad terapéutica.

Tanto la vuelta de Londres como la de Stockbridge me costó un ojo de la cara y hasta hoy mis sueños bucólicos se pasan en una aldea nevada con campanas tocando happy birthday.

Fue una aventura.