Skip to main content

Emilio Rodrigué - El analista de las Cien Mil horas

Posted in
Versión para impresiónVersión para impresiónEnviar enlaceEnviar enlace

En la Sección de Textos se encuentra disponible una versión para descarga e impresión en los formatos 'DjVU' y 'PDF'.

 


Copia del manuscrito de la disertación brindada por Emilio Rodrigué en la Facultad de Psicología, Univ. Nac. de Rosario (U.N.R.) - Octubre 1996. 

(*) Nota: el manuscrito original pertenece a la blibioteca personal del Prof. Jorge Rodríguez Solano


 

- El Analista de las Cien Mil Horas

Emilio Rodrigué

"Haga una pequeña cuenta conmigo:
Pasé 25 años, como analista, psicoanalizando. Trabajo más o menos 10 meses por año, descontando feriados, gripes y algunas merecidas rabonas -como diría Borges en su poema Instantes- en grises mañanas tristes de invierno. Ritmo enérgico que me lleva al insalubre saldo de cincuenta horas de trabajo por semana. Cada mes tiene cuatro semanas y un pucho, pero ese resto no cuenta. Sumando: 5 por 10, por 50, lo que da 50 mil horas."

Cincuenta mil horas psicoanalíticas. Cincuenta mil horas de cincuenta minutos. La pila de ceros cría su irrealidad algorítmica, como si dijese que recorrí un año luz de diván. Millares de minutos hablando y millones de minutos escuchando o distrayéndome. Océanos mansos y turbulentos de atención flotante, donde a veces sentí la Gran Interpretación en la punta de mi lengua mental, arañando casi la comprensión de los grandes enigmas del alma. Pero también hice muecas invisibles de irritación inesperada. Hubo momentos en que dudaba de todo, en general y, en particular, de lo que estaba haciendo. "Fue una aventura".

Así comenzaba mi artículo: 'El paciente de las 50.000 horas', escrito para el Número de Bodas de Oro del International Journal of Psycho-analysis. La época: 1970, yo era un mandamás de la IPA. Ese artículo resultó ser mi carta de despedida de la institución.
Han pasado otros 25 años y calculo, casi sin quererlo, que alcancé las 100.000 horas, a pesar de las sesiones ser más cortas. Pero comencemos por el comienzo, punto de partida de este currículo nostálgico:
Nací en 1923, Benjamín, séptimo hijo de una familia adinerada que la imagino feliz. Buen niño, alumno aplicado, cursaba segundo año de medicina cuando pensé seriamente en colgar el bisturí para criar ovejas en la Patagonia. Como mi madre no se escandalizó frente a mi desistencia, perplejo, decidí no desistir.

Mi padre fue figura importante en mi entrada al psicoanálisis: ateo, bon vivant, jugador de bridge de torneo; un maestro del ocio. Gran lector, pasaba las tardes en su escritorio, leyendo la vida de los santos y la obra completa de Freud.

Y aquí viene mi primera confesión: el portal de entrada al psicoanálisis fue La mujer frígida de Stekel. Sus escabrosos e improbables historiales me seducieron, llevándome a desconsiderar las gélidas ovejas. Recuerdo el siguiente caso: una joven con incontinencia urinaria se vio asediada por alguien fijado en el estadio uretral de la libido. Resultado: un gran romance con aroma de pipí.

No es sólo por gratitud que recupero el nombre de Stekel. Él fue el padre del simbolismo y de la neurosis de angustia, pero la historia del psicoanálisis está repleta de injusticias. Un episodio, contado por Jones, quemó su reputación. Se trataba de un ensayo sobre la importancia de los nombres - del nombre del padre, sería. Stekel reunió una casuística grande de pacientes cuyos apellidos habían influenciado en su profesión. Cuando Freud, incrédulo, le preguntó cómo consiguió tantos casos, Stekel respondió, -según Jones- con una sonrisa tranquilizadora: "Los inventé". Escenario altamente improbable, creo más en la versión indignada que da Stekel sobre este asunto. Digamos de paso que este tema de inventar historias es endémico en psicoanálisis, comenzando por Freud en su ensayo sobre Recuerdos Encubridores y el análisis del lapsus Aliquis, seguido por Hug-Hellmuth y su falso Diario de una Adolescente, de Anna Freud en su primer trabajo sobre fantasías de flagelación y de Melanie Klein analizando a sus hijos.

Comencé a analizarme, con Arnaldo Rascovsky, cuando tenía 20 y cursaba el tercer año de medicina. Todavía estudiante entré en los seminarios y tome la primera paciente, una enferma de Cushing, en estado terminal caquéctico. Aquí cometí tal vez el mayor error clínico de mi carrera: la paciente, agónica, pidió que le tomara la mano y yo, novicio, asustado, negué mi mano. Aun hoy en día, no me lo perdono.